Conservaba una vieja máquina de escribir de los años 20, que había heredado de su bisabuela, la única mujer en el pueblo que no había sido analfabeta.
María de las Virtudes, o Virtud para abreviar – así se llamaba la mujer cuyo nombre llevó siempre como una losa* – había asistido más bien poco a la escuela**, pues las labores del campo hacían que el absentismo escolar dejara a los niños y niñas del país sin mucha ilustración, sobre todo a estas últimas. Toda la instrucción se la debía Virtud a su padre, un hombre bondadoso y de modos afables, a pesar de tener las manos curtidas tras pasar largas horas arrancando terruños al campo. Su tatarabuelo consideraba que la inteligencia no era un don exclusivo de los varones, sino que se desarrolla con su cultivo y cuidado, como los viñedos y olivos que crecían en su tierra. Así es que él, en sus pocos ratos libres, ayudaba a su hija con los estudios e intentaba, incluso en esos largos periodos de recolección de la cosecha, que la niña pudiera seguir aprendiendo y llevara al día sus cuadernos de letras y de números.
Ahora la máquina reposaba en una cómoda que había pertenecido también a la rama materna de su familia. No es que a ella le gustara especialmente este tipo de muebles de madera de color marrón oscuro y rancio, ni mucho menos esa máquina que no había sido usada en años, pero su sentimentalismo no le había permitido tirar a la basura lo único que quedaba de la memoria de sus antepasadas tras la muerte de su abuela. Además le recordaba que todas las mujeres de su familia habían conseguido, de una forma u otra, tener un nivel muy por encima de la media que se les imponía a las mujeres en aquel país.
Sin embargo, a veces se preguntaba por qué seguía conservando semejantes armatostes, que lo único que hacían eran acumular polvo y desentonar en su minúsculo piso de decorado pop.
Empezó un día de invierno, al despertar una fría mañana de esas en que las estalactitas adornan los aleros de los tejados. Al principio no lo vio porque era un papel más entre el desordenado escritorio; estaba justo encima de la máquina, un papel pequeño y rectangular, tan borroso que apenas se podía leer, decía: “Ve a la casa del pueblo, busca entre las vigas de la cuadra”.
En esa primera ocasión obvió la evidencia y lo tiró directamente a la papelera sin dejar vuelo a la imaginación. No volvió a pensar en ello hasta que un par de días más tarde volvió a ver encima de la avejentada máquina otro papel. Se acercó con cierto recelo e inmediatamente el vello se le erizó porque todo lo inexplicable produce miedo, ese miedo primario que todo el mundo ha sentido alguna vez en la infancia. Otra vez la nota insistía a que fuera a la casa del pueblo. Tampoco le quiso dar mucha importancia, pensó que quizá era un papel que había volado allí por acción del viento, cualquier explicación era mejor que no tener ninguna. Las preguntas se revolvían en su cabeza: quién había escrito esa nota y cómo había conseguido hacer funcionar la máquina de escribir que nadie había tocado en décadas.
Al día siguiente, muy a su pesar, se despertó con la ansiedad agarrada a la garganta y, sin quererlo realmente, fue a mirar la máquina de escribir. La visión de un nuevo papel la hizo retroceder al tiempo que se le escapaba un grito seco y cavernoso. La nota decía: “Entre las vigas encontrarás la llave”.
Empezó a pensar que se estaba volviendo loca, o que quizá alguien le estaba tomando el pelo, gastándole la peor broma que había padecido en su vida. Harta de hacerse preguntas, cogió el coche y se dirigió al pueblo de la abuela, a la casa que seguían manteniendo aunque ya nadie vivía allí porque quién iba a querer comprar en un pueblo deshabitado. Sabía dónde se guardaba la llave de la casa, pero la cuadra siempre había estado abierta. El tejado era muy bajo y, subida a una silla, empezó a tantear entre las vigas, no sin cierto temor de lo que podía encontrar allí además de las arañas.
Cansada de tantear y a punto de darse por vencida, en el cuadrante derecho, justo encima de la ventana, detrás de la viga encontró una llave vieja, pequeña, oxidada y polvorienta. Bajó de la silla de un salto y al observarla comprobó que había sufrido los estragos de la humedad y el tiempo.
Ya la tenía, pero qué abría, quién la estaba guiando en esta patraña de serie B. Ahora sí tenía la intención de llegar hasta el final. No sabía por dónde empezar, ni tenía la menor idea para qué servía la dichosa llave. Se dijo a sí misma que esperaría un día más para ver si la vieja máquina de escribir le volvía a regalar otro papelito. Eso sí, esta vez no dormiría en su casa, no podía aguantar otra noche de angustia y premonición.
Decidió llamar a su madre y contarle lo ocurrido con la seguridad de que en ella encontraría la ayuda y el apoyo que necesitaba en este laberinto de misterio. Superada la primera reacción de asombro, después de contarle lo de la máquina de escribir y los misteriosos mensajes, decidieron dirigirse a la casa del pueblo. Cogieron el coche y no tardaron mucho en llegar. Buscaron la llave de la casa en el sitio donde siempre había estado escondida, y empezaron a buscar cualquier objeto casero que pudiera contener una cerradura: un armario, una consola, una mesilla o una caja, sin mucho éxito.
Volvieron a su apartamento con el silencio que la perplejidad del caso les imponía. Se sentaron en el sofá que había en el diminuto salón, enfrente de la puerta abierta del dormitorio. Todavía conservaba en la mano la llave oxidada, el puño cerrado como para que no se le escapara el misterio que encerraba. De repente se quedó como transfija por la visión del escritorio. Sin decir palabra, se levantó y abrió el cajón, estaba vacío tal como lo había visto la primera vez que lo llevó a casa. Lo sacó de una vez, con cierta aceleración y rabia. Se agachó y miró debajo de la mesa, en el vacío que había quedado al fondo había otro disimulado por el primero. Sin que la mano le temblara, infundida por el valor de saberse cercana a la resolución del misterio, metió la llave y con dificultad tiró del pequeño cajón, del que cayó un libro viejo: un diario escrito a mano por su bisabuela donde entre otras cosas, desvelaba la autoría de la obra de un famoso y conocido novelista decimonónico, en cuya casa su madre había estado trabajando de sirvienta muchos años.
Notas:
*Durante años, en la España católica, a los neonatos se les ponía el nombre del santo o la santa del día en que nacían. Así el día de la virgen de las Virtudes se celebra el 8 de septiembre, de lo que podemos deducir que la bisabuela del cuento nació ese día.
**En 1857 la Ley Moyano, que estará vigente hasta en España hasta1970, establece la escuela obligatoria para las niñas y los niños. Sin embargo, había un elevado absentismo escolar debido a que los alumnos y las alumnas alternaban la escuela con las labores en el campo.
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By Ana Ruiz, further editing Raquel Ramos
May 10, 2016
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