A la hora que canta el gallo ella está ya despierta, desperezándose a la vez que todos los animales  del corral. Vive en compañía de media docena de gallinas, un gallo, un burro, varios conejos, un gato y, por último, su animal favorito, el amigo que le hace compañía en sus largos días y solitarias noches: su perro, un precioso mastín español de carácter dócil y leal. 

Lo primero que hace nada más levantarse es calentar agua para lavarse en la palangana [1]. Después, una vez vestida y aseada, va a la cocina a prepararse el desayuno; este consiste en un buen tazón de café con leche y una rebanada de pan de hogaza que ella misma prepara para la semana. 

[1] La palangana es un recipiente circular, ancho y poco profundo, normalmente de metal o cerámica, que sirve para lavarse. También se le conoce con los nombres de jofaina, palancana, aguamanil, balde, lavamanos ...



Aguamanil azul (1917) de Konrad Westermayr (1883-1917)

Una vez terminado el desayuno, se ocupa de dar de comer a los animales; después sale de casa a las siete de la mañana y va a trabajar al huerto con el burro Tomás, en cuyo serón lleva los aperos de labranza: la azada, el rastrillo, las tijeras... También lleva en un hatillo el almuerzo y una bota de vino para aliviar la jornada. Aunque no es propio de mujeres beber alcohol, no tiene a nadie a quien dar cuentas, ni nadie se las pide. En su pequeño huerto cultiva habas, alcachofas, pimientos, lechugas y cebollas, también dispone de un naranjo. Con estos productos más los huevos que le pone la media docena de gallinas y la carne de conejo, tiene más que suficiente para el consumo propio, y de lo que no hace uso lo vende en el mercado que se celebra cada sábado en la plaza de la aldea.

La vida es sencilla aunque las horas de trabajo son muchas y apenas queda tiempo para descansar. Pasa el día al cuidado de los animales y de la tierra, dedicándose el resto de las horas que le dejan a la preparación de la comida y el descanso reparador del sueño. Al caer la noche, con las últimas luces del atardecer, recoge los animales: las gallinas y el gallo en el gallinero, el burro en la cuadra, el perro en la caseta y los conejos en la conejera. El único que no tiene lugar fijo es el gato que gusta de rondar de aquí para allá, entretenido en mantener a raya los ratones en sus ratoneras.

De esta manera, los días transcurren unos iguales a otros, lo mismo es un lunes, que un sábado; el único que destaca un poco a los demás es el domingo, cuando suele prepapar algo especial para la comida y no atiende la tierra; es una jornada de relativo asueto, puesto que los animales nunca le dan descanso.

Así habían vivido sus padres y no conocía otra cosa. Su padre había muerto en la Guerra Civil, dejando a su madre al cuidado de la casa, el huerto, los animales y de un bebé recién nacido. Por suerte no les habían requisado la tierra como a muchos otros republicanos; esta tampoco era gran cosa, pero para ellas lo era todo ya que consistía en su fuente de subsistencia, la única que tenían. Las dos habían salido adelante dignamente hasta que un día su madre enfermó. En aquella zona no había médicos y la gente del campo no se podía desplazar a la capital y dejar desatendidos huerto y animales. Nunca supo de qué murió su madre, recuerda, eso sí que fue en el año 1957. Ella apenas había cumplidos los dieciocho años y su mundo se reducía a las lindes de su huerta. Todo lo que conocía de la vida se lo habían enseñado su madre y los animales, no había ido a la escuela ni tampoco conocía el mar, aunque había oído decir que quedaba muy cerca.



Barraca valenciana por Ángel Alandes Ruiz

Así pasaron algunos años hasta que un inhóspito día recibió la visita de un representante del concejo, o algo similar, y les dijo a ella y a todos los vecinos de aquella zona, que el progreso llegaba y que tenían que darle paso. De cómo se hacía eso nada les mencionó. Al principio no entendía, pensaba que había sido un error.

Al cabo de unas semanas de la “visita de la anunciación”[1], les llegó una carta, esta vez de gobernación, por la cual se les requería mudarse en el plazo de un mes a lo que sería su nueva residencia; les dijeron que aquella consistía en un apartamento en uno de los barrios del extrarradio de la capital. El progreso venía en forma de autopista que traería a la costa un desarrollo lleno de cemento, rascacielos y pálidos turistas venidos del frío.

Eran tiempos difíciles, las reuniones de más de tres vecinos estaban prohibidas, salir a la calle a manifestarse estaba prohibido, protestar contra las decisiones del régimen dictatorial estaba prohibido. Era el país de las prohibiciones, todo acto de rebeldía te podía llevar a la cárcel o podía caerte una multa que no podrías pagar ni en dos vidas. 

Ella, obedeciendo muy a su pesar, vendió sus animales, dejó atrás a su querido perro, al gato, los conejos, el burro, los aperos del campo, la casa de sus padres, su huerto… y se preparó para cambiar de vida.  Cuando llegaron a desalojarla, ya casi no le quedaba nada, como a nada se iba a quedar reducida su vida. 

El apartamento que le tocó en suerte era uno de los más pequeños debido a su estado civil de soltera; en el mismo apenas había sitio para acomodar las pocas pertenencias que había podido rescatar de la “barraca”[2]. Nada en él era bonito: la cocina era un armario con infiernillo en el que cabía apenas una persona, el dormitorio tenía más aspecto de cuarto trastero que de habitación, el comedor tenía espacio para su mesa camilla y un par de sillas. En lo único que había mejorado su vida es que ahora disponía de luz eléctrica y agua corriente y, por vez primera, supo lo que era sumergir todo su cuerpo bajo el agua de la ducha.

[1] Hace referencia de forma irónica la visita que recibe la Virgen del Ángel Gabriel.

[2] La barraca valenciana es un edificio típico de la huerta de Valencia y de la región de Murcia. Servía de vivienda a los labradores, por lo que se sitúa en las zonas de huertas de regadío.


El gobierno la desposeyó de su forma de subsistencia  sin ofrecerle otro oficio a cambio. Como mujer no tenía derecho a un trabajo renumerado a causa de no haber hecho el Servicio Social[1]. Una vez terminada la mísera ayuda que le habían dado para sobrevivir durante un par de meses, se dirigió a una parroquia donde ayudaban a mujeres como ella a emigrar a Francia o Suiza. Pero de nuevo se encontró con la dificultad de no poderse sacar el pasaporte[2].

Sus opciones cada vez menguaban más, extrañaba la vida en el campo por muy dura que esta había sido, a los animales, sobre todo a su perro, la venta de productos sobrantes de la cosecha, sus ricas rebanadas de pan amasado con sus manos. Ahora su devenir se reducía a un espacio entre la silla y la pared, sin más que hacer que ver pasar la vida. Su condición social de “solterona”[3]no le ayudaba a poder encontrar un empleo y era señalada por la calle o en las instituciones a las que iba a pedir ayuda. 

Un inesperado día, en una de las casas de beneficencia donde acudía con frecuencia y donde sabían de su situación, le preguntaron que si era de su gusto ir a servir a la capital del país. Pensó que, quizás, si cambiaba de ciudad y tenía un trabajo, las cosas podrían llegar a ser un poquito mejor.

Todo se ejecutó tal como se lo propusieron; en menos de una quincena se había desecho de las pocas posesiones que le quedaban de su antigua vida y con un billete de autobús, cuarenta duros[4]en el monedero y una dirección por equipaje, se dirigió a su nueva vida con sentimiento de acongojo y angustia.

Desde ese primer día supo que era el comienzo de lo que sería un peregrinar de casa en casa, de abuso en abuso, pues no hubo una en la que el señor de la misma no intentara propasarse con ella. Después de muchos años de servir hasta en cuatro diferentes familias, terminó su vida como ama de compañía de una viuda.

[1] Servicio Social de la Mujer: durante el régimen de Franco, las mujeres solteras de entre los 17 y los 35 años tenían obligatoriamente que acometer una series de actividades de carácter adoctrinador, educativas y asistenciales si querían tomar parte en trabajos retribuidos, obtener títulos, presentarse a oposiciones… El servicio social duraba seis meses.

[2] En España hasta el año 1977 las mujeres no podían sacarse el carnet de conducir ni el pasaporte sin el permiso del padre o del marido. O sea, las mujeres españolas durante la dictadura (1939-1975) no dejaban de ser nunca menores de edad.

[3] “Solterona” forma despectiva para referirse a las mujeres que no están casadas.

[4] Un “duro” era cinco pesetas, por consiguiente cuarenta duros equivalen a doscientas pesetas.

Temas para trabajar en clase

  1. La condición social de la mujer bajo la dictadura de Franco
  2. La destrucción de la huerta valenciana y el desarrollo turístico en la costa de levante
  3. Efectos positivos y negativos del turismo de masas en el Mediterráneo español

 

Bibliografía

Artículo sobre el servicio doméstico durante el franquismo en España

Artículo sobre mujer y trabajo

“El servicio doméstico sigue ocupando a muchas mujeres: más de medio millón en 1950. Las condiciones de trabajo a cambio de comida, cama y bajo sueldo sólo cambiarán cuando en las ciudades el trabajo permita empleos alternativos, es decir, a finales de los años sesenta. Habrá entonces una progresiva incorporación a los trabajos de oficina que ocupará a mujeres instruidas en labores que no requerían autoridad ni responsabilidad y que estaban mal remunerados”.


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